“Manos que dan, nunca estarÁn vacías”
Una tarde calurosa del año 1999, allá en el Puerto de Acapulco, estado de Guerrero, México, regresé a lo que había sido mi hogar, donde crecí al lado de doce hermanos, un padre alcohólico y una madre que se dedicó en cuerpo y alma a nuestro cuidado, cocinando, lavando trastes, ropa, y aconsejándonos que estudiásemos. Yo nunca quise escuchar consejos, tenía veinte años cuando ella murió. Parado ante su tumba no sabía si lloraba su muerte, o lloraba la soledad que llevaba por dentro.
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