Julio / Agosto 2017

Sosteniendo el mundo

Dejó de compartir sus triunfos y empezó a hablar de su derrota

Milito en el grupo “Hasta la flor más bella se marchita”. Siempre me consideré una mujer muy alegre, exitosa; había concluido dos carreras profesionales, llegué a ser diputada federal y local del honorable congreso.

Tuve la capacidad para obtener grandes, logros, pero no tuve la capacidad para controlar mi forma de beber, no me di cuenta que mis borracheras eran cada vez peores. Estaba en un círculo de poder donde la camaradería, la grata compañía y los acuerdos políticos, ocurrían al calor de las copas.

Me sentía importante cuando brindaba con personajes de la clase política de mi país, además creía que era buena bebedora y que aguantaba mucho. Mi mundo estaba lleno de apariencia, me cuidaba de fotos o grabaciones para evitar un escándalo.

Soy la mayor de seis hermanos, vengo de una familia tradicional, una mamá sumisa, un padre alcohólico activo. Crecí en un ambiente con mucha violencia intrafamiliar, y afectado por los celos de mi padre. De niña recuerdo que cuando mi padre gritaba, ordenaba, amedrentaba, era el alcohol lo que lo emponderaba, le daba la fuerza, la seguridad y el carácter.

Tenía dieciséis años cuando tuve mi primera borrachera, de niña tímida, miedosa y cohibida, me transformé en una mujer segura, atrevida, dispuesta a bailar con los muchachos. Ese día me sentí bonita, la reina de la fiesta. El alcohol era ya algo importante en mi vida.

No sabía que padecía una enfermedad progresiva. Tenía la presión de mi familia que a cada momento me decía: “¡Cásate, ten hijos, arma una familia!”. Llegué al programa de AA en una total negación, no aceptaba que tenía serios problemas, no sólo con mi forma de beber, sino con mi forma de vivir.

Había perdido la fe, dependía de todo menos de un Poder Superior, mi egocentrismo me hacía sentir como si yo fuera Dios, había un gran vacío en mi alma, mucha amargura y sufrimiento. Erróneamente creí que el alcohol era lo único que me daba felicidad. Atreverme a hablar de mí, requirió de aceptación. Tuve que iniciar un proceso para descubrir por qué tomaba de esa manera tan destructiva.

Para liberarme de esa carga de culpa y remordimiento, tuve que ser honesta y humilde. Asistí diariamente a mi grupo y escuchaba a mis compañeras, hermanas del mismo dolor. Obtuve la confianza para hablar, no de mis logros, sino de mis debilidades, mis frustraciones y mi dolor. Así pude conocerme a profundidad. Hoy le doy gracias a Dios por haberme permitido llegar y disfrutar de una paz verdadera, con alegría, felicidad y la plentitud de la libertad.

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