Una segunda oportunidad
Comencé a tomar a los ocho años. Temprano por la mañana, solía hacer un recorrido por la sala de la casa de mis padres para terminarme los restos de whisky con agua que dejaban de la noche anterior. El siguiente paso fue sacar cerveza del refrigerador y llevármela al sótano. También consumía a escondidas el whisky de la botella que mis padres guardaban en la cocina. Cuando cumplí los trece, tomaba más y más a escondidas en casa de mis padres y les pagaba a chicos mayores que podían comprar alcohol legalmente (a los 18 años, en aquella época), para que me compraran cerveza y vino y, más adelante whisky y vodka. A los quince, ya me había convertido en alcohólico, aunque no lo sabía. Nunca me contentaba con dos o tres tragos. Tenía que beber hasta perder el conocimiento.
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