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Enero / Febrero 2008

Tradición número dos:

Nuestra manera en lugar de a mi manera. Darle una oportunidad a la voluntad del grupo.
Cuando yo bebía, no quería que nadie me dijera qué hacer, principalmente porque temía que me dijeran que dejara de beber. Estar sobrio ha implicado permitirle a alguien que me diga lo que debo hacer, no como una petición, sino como una sugerencia de vida o muerte (es como llevar un paracaídas puesto al saltar de un avión). La primera vez que decidí ser humilde con mi alcoholismo, me pareció más fácil seguir las indicaciones. Como resultado, desarrollé varios hábitos que me sirven para mantenerme sobrio, como ir a reuniones, leer la literatura de A.A., hacer trabajos de servicio comunitario, etc. Pero a medida que pasaba el tiempo, me encontré con nuevas sugerencias más difíciles de aceptar. También me encontré con un poco de lo que yo llamo orgullo de sobriedad, que es creer que sé lo que es A.A. y estar sobrio, ya que llevo un tiempo determinado alejado de mi último trago. Es lógico. Si llevo tiempo, debo de estar haciendo algo bien. Si estoy haciendo algo bien, entonces debería saber qué es lo que estoy haciendo bien. ¿No les parece? Es posible que incluso ahora sepa qué es lo mejor para mí. Tal vez incluso sepa qué es lo mejor para ustedes.
 
Mi grupo base tiene una bonita forma de reinventarse a través de una metodología. Cada mes nos reunimos y nos hacemos dos preguntas muy sencillas: “¿Estamos ayudando realmente a los recién llegados?”. Y, “¿estamos siguiendo realmente la tradición?”. Esto en algunas ocasiones nos ha llevado a auto felicitarnos por lo bien que lo estamos haciendo. En otras ocasiones, nos ha llevado a discusiones divisivas que toman varios meses de reuniones de conciencia de grupo. Un mes, saqué a relucir una observación acerca de la diversidad del grupo. Parecía que cada vez permanecían menos mujeres en nuestro grupo. Yo aprecio la gran diversidad de experiencias, incluyendo el punto de vista femenino de permanecer sobrias y vivir la vida día a día. Lo que no me esperaba era que fuera a sentir como una bofetada en la cara la conclusión a la que se había llegado del porqué esto estaba sucediendo y qué debíamos hacer al respecto.
 
El grupo llegó a la conclusión de que las mujeres no se estaban quedando en nuestras reuniones debido al lenguaje grosero con que los hombres hacían bromas. Esto me pareció irónico, debido a que una de las personas más vulgares había sido, de hecho, una mujer. No obstante, el grupo decidió agregar al discurso inicial de la reunión una petición para que la gente usara un lenguaje educado (sea lo que fuere que esto signifique). Me sentí indignado, porque esto olía a censura. También temía que si hacíamos muy aséptica la reunión, los miembros nuevos podrían llegar a sentirse fuera de lugar y podrían no querer regresar. Lo que más me enfurecía era que esto significaba que yo iba a tener que cambiar mi conducta, cuando en realidad lo que quería era cambiar a todas esas personas que habían votado a favor de la propuesta.
 
Tenía que escoger. Podía acatar su decisión o rebelarme y hacer las cosas a mi manera. El que yo ignorara la voluntad de la conciencia de grupo me parecía una forma de voto en contra. Una opinión minoritaria, si les parece. No es que esto no tuviese precedentes en la historia de nuestro grupo; una vez les habíamos pedido a las personas que no hablaran más de una vez durante las reuniones para que todos tuvieran la oportunidad de compartir. Obviamente, algunas personas no estuvieron de acuerdo y siguieron hablando dos, tres, incluso cuatro veces en una sola reunión, pero el grupo no pudo hacer nada al respecto. No pudimos hacer que la gente respetara la propuesta (ni tampoco como grupo queríamos hacerlo , aunque yo sí). Pero al reflexionar sobre la estrategia de rebelión, simplemente no podía hacerlo. Temía hacer caso omiso a la decisión del grupo, no porque tuviera miedo que me condenaran al ostracismo, sino porque pensaba en la humildad que había necesitado cuando logré estar sobrio por primera vez y en todo lo que esto me había servido para crear la maravillosa vida sobria que llevo hoy en día. No podía estar seguro si mi desafío era una parte sincera de mí que se preocupaba por corregir un “mal”, o bien mi negación y mi sistema de racionalización alcohólicos que se reactivaban a toda marcha intentando aislarme del grupo a través del resentimiento y del orgullo.
 
Entonces decidí darle una oportunidad a la voluntad de grupo. Empecé a autocensurarme en los debates. Desaparecieron las palabras groseras y el tomar en vano el nombre del “Poder Superior” de algunos miembros. Busqué nuevas formas de expresar mis ideas, mis resentimientos y mis temores. La reunión empezó a sonar menos como un bar y más como a una especie de liga cívica. Temía que nos volviéramos demasiado remilgados y que los recién llegados fueran a sentirse como peces fuera del agua.
 
Empecé a darme cuenta lentamente de otro cambio, no en el grupo sino en mí. Con el tiempo me pareció más fácil evitar el lenguaje de la calle. Supongo que no era tan importante como lo había pensado. Pero el mayor cambio provino de verme forzado a hablar sobre mi ira y mis temores de una manera diferente. En lugar de simplemente maldecir, tenía que explicar cómo me sentía y por qué. Este creciente conocimiento de mí mismo me llevó a entender mejor la naturaleza de mis resentimientos y los miedos profundamente arraigados y cómo éstos se me crean en la mente. Me ayudó a llegar a lo que hay más allá de los defectos. Empecé a darme cuenta de que las cosas por las que estaba furioso en realidad eran desviaciones de un dolor más profundo que solía aquejarme y, al llegar a esto, en lugar de cubrirlo todo con un lenguaje violento, podía enfrentar mis “causas y condiciones” (Libro Grande, página 60) y a trabajar a través de ellas. De repente estaba experimentando una vez más esa sensación que tuve cuando acababa de llegar, que fue la de tener mi corazón abierto con su contenido amorosamente expuesto a la luz.
 
Recordé cuando era uno de los nuevos y escuchaba a la gente decir la verdad de lo que habían vivido cuando eran alcohólicos activos. Me había conmovido profundamente. Le habían dado una voz a un dolor que había estado clavado en los lugares más oscuros de mi ser, borrachera tras borrachera, un lugar que ahora se abría y recibía la mayor bienvenida de la vida. Recuerdo cómo tartamudeaba la primera vez intentando expresarles a otros seres humanos cómo realmente me sentía por dentro. No les apartaba la mirada para determinar si podían comprender lo que les decía, mientras me rompía la coraza mostrándoles lo que tenía adentro (y no siempre me entendían, aunque siempre se sonreían y me escuchaban todo lo que les decía).
 
La sensación de soledad ha desaparecido, no porque nuevamente haya gente a mi alrededor, sino porque he empezado a dejar que la gente entre en mi vida, abriéndoles paso con el lenguaje del corazón y no con el lenguaje de la calle. Nunca hubiese conocido esto si no fuera por una expresión de amor que vino a través de la conciencia de grupo.
 

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