Hola y adíos
El 18 de febrero de 2006, mi nieto había nacido muerto, con tan sólo tres libras de peso y 330 milímetros de estatura. Parecía un muñequito en miniatura y su carita preciosa me resultaba muy familiar. Era igualito a su padre, mi hijo ahora adulto que lidiaba con la inmensa pérdida de su primogénito. Estaba sentada en silencio en una silla grande en la sala de partos. Mi hijo sostenía en sus brazos a su bebé y le corrían lágrimas por el rostro: saludándole y despidiéndole al mismo tiempo. Su madre, abuelas, tía y padre se reunían a su alrededor para darle la bienvenida a este mundo y para dejar que se marchara. Ésta era una sala de partos diferente a la que había conocido cuando mis dos hijas habían dado a luz. No había ningún ruido, los festejos habían sido silenciados y nuestras lágrimas eran de dolor y pérdida en vez de júbilo. Y faltaba lo más importante de todo: el llanto de un bebé. Con razón les llaman “nonatos”. El silencio es ensordecedor.
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