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Enero / Febrero 2005

Un pueblo sin Dios

No había cumplido yo diez años cuando de la escuela las maestras nos llevaron a ver Un pueblo sin Dios. Más que ver la película, yo la sentí en lo profundo, porque la miseria de aquel pueblo ficticio era la que imperaba en el mío: las mismas tres calles oscuras con su sacerdote y sus cantineros. Allí se sucedían los pleitos y las enfermedades, la miseria y las catástrofes naturales como inconfundible señal de abandono.

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