La búsqueda perpetua
Recién graduada de la facultad de derecho empecé mi carrera de abogada criminalista. Éramos cinco en el bufete. Mi colega favorito era un excéntrico y desmelenado irlandés, profesor de derecho, brillante, o loco, según se mirara, que siempre estaba limpiando la cazoleta de su pipa una uña negra y tomándose Martini de vodka en toda oportunidad. Luego estaba el nuevo procurador, hastiado de la vida, que contaba historias sin fin de su antigua vida plena de vino blanco y mariscos bajo el sol mediterráneo se dedicaba a sus negocios de exportación en la Riviera. ¿Por qué abandonaría ese trabajo ideal en clima de vino y sol para emprender la penosa labor del estudiante de leyes? No me lo podía explicar. También había un hombre fornido y gigantesco, de muy buen corazón, que hoy día es juez; que pasaba más tiempo escuchando y ayudando a los demás que ejerciendo el derecho penal. En este bufete apareció una pareja de jóvenes abogados sabelotodos, agresivos y poco experimentados: mi esposo yo.
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